domingo, 24 de febrero de 2013

MARIPAZ JARAMILLO (II). En el nombre del simulacro.



Maripaz Jaramillo, La Dueña
Uno de los puntos de vista de la obra María de la Paz a este rompecabezas para armar el cuerpo de la mujer en el arte colombiano es precisamente la conciencia de la construcción artificiosa de lo femenino. La artista parece decirnos  que el género no es sólo una determinación biológica ni genética, sino un simulacro, una parodia, un disfraz, una mascarada. La asunción del género quizás sólo sea un acto teatral que se lleva a cabo usando un maquillaje, unos vestidos, unas poses, una actitud.  Y el ser mujer sólo una máscara que puede ser usada o quitada[1]. Estas mujeres llevan estos presupuestos a sus extremos. Borran sus identidades (en el caso que alguna vez las hayan tenido) y deciden cumplir a pie juntillas el  ideal del objeto sexual.  Se convierten así en juguetes  eróticos con sus escotes, sus piernas entrelazadas, sus bocas abiertas, sus cuerpos siempre dispuestos y siempre de la misma manera. Y escriben con la tinta del deseo una nueva cartografía sobre sus cuerpos.

El carmín, rechazado por la moral y la estética señorial, se convierte en un protagonista principal en esta reescritura del cuerpo. La belleza ya no estará en el decoro corporal ni en el brillo recatado de los ojos, aquellos espejos del alma que establecieron la sensibilidad y el arte desde el  Barroco. Ahora el núcleo del rostro se vuelca hacia la boca roja, y con ello la seducción galante se vuelve carnal. Las medias, los sostenes, las faldas largas se pierden para dar paso a los vestidos ceñidos, los escotes profundos, las piernas al aire. Pero la meta no es llegar a la desnudez total: “En el traje reside toda la fuerza, todo el peligro, todo el misterio de la mujer. Desnuda, ¡oh enemiga¡ sólo eres un pobre ser prisionero y débil, un alma cándida y cristalina que no tiene nada que esconder”[2]. En las artes figurativas,   el erotismo se ha manifestado tradicionalmente  como una relación entre las partes del cuerpo  cubiertas por ropas y aquellas que no[3]. Así lo erótico sólo será  posible  en el tránsito de lo vestido a lo desvestido.

Maripaz Jaramillo, La Monja, 1974


Como practicantes de este credo, las mujeres de María de la Paz, nunca están desnudas, ni siquiera cuando se desnudan. Miremos por ejemplo su grabado Monja No 2.  (1974). Esta figura con los senos al aire conserva, sin embargo, un manto sacro en la cabeza que le llega hasta los hombros, mientras su rostro desaparece debajo de una gruesa capa de maquillaje que enfatiza el carácter sexual de su boca, de sus ojos y de toda su actitud.   A diferencia de la monja de La huida del convento de Débora Arango,  la cual se quitaba todas sus vestiduras en un movimiento que le revelaba a ella misma su cuerpo, el desnudamiento de la monja de María de la Paz sólo se da en función del deseo masculino. Como todas sus otras mujeres, esta monja sólo está disfrazada de monja. Y sólo está disfrazada para aportarle otro color a la coreografía erótica. Porque los roles de las mujeres de María de la Paz no son una taxonomía de sus posibilidades de realización y expresión como sucedía en las obras  de Débora Arango, sino que se reducen una vez más a la mascarada. Al no tener ellas sustancia, identidad, destino, la variedad de sus  roles sólo es una paleta  superficial que sirve para enriquecer el juego de la seducción como cuando en la iconografía pornográfica las mujeres se disfrazan de enfermeras, azafatas, mucamas, etc.

Maripaz Jaramillo, Pareja en Capurganá


Sin embargo, paradójicamente,  las mujeres de María de la Paz no son exactamente víctimas pasivas de la mirada y el ideal masculino. Más bien parecen juguetear con él. La mascarada, el hecho de disfrazarse del objeto sexual ideal, no es una simple sumisión sino una manera de tomar la sartén por el mango. Encarnan el estereotipo pero hay una conciencia al hacerlo, al asumirlo como un código, una representación, una máscara que se quitan y se ponen. Una acción que realizan ellas mismas, no los otros. Son mujeres que conocen la feria de las vanidades, el performance de los sexos, el consumo de las imágenes femeninas, el género como teatralización.  Pero no padecen estos presupuestos como una imposición, sino que los disfrutan y los replican voluntariamente, con placer. Ellas saben cómo miran los hombres, saben qué quiere esa mirada y la complacen siguiendo sus reglas del juego, pero sólo para obtener lo que se proponen.

La artista, por su parte, aunque no tiene interés en subvertir el código ni el estereotipo, por medio de estas imágenes logra  distanciarse de él. Mira al hombre que mira a las mujeres que a su vez sólo se constituyen en su mirada. Y este hecho la pone más allá de una simple complicidad con la mirada masculina, pues lo que está logrando es un relato de la formación de la identidad femenina y su construcción consciente como mascarada. 

Esta galería de mujeres exhibicionistas y en primer plano parecería estar al extremo opuesto de la galería empañada de la tradición. Mientras en ésta las mujeres se opacaban, se escondían, paralizadas, sumisas y calladas, la galería estridente de María de la Paz parecería estar visibilizándolas y descubriendo sus cuerpos. Sin embargo, esta exhibición  es tan sólo un efecto de superficie, una ilusión. Porque detrás del maquillaje, las máscaras, los gestos procaces, la ostentación de los cuerpos sólo parece habitar el vacío que le queda a la mujer cuando abandona los roles, los ideales, las determinaciones sociales y los estereotipos. Esta galería  de caparazones brillantes se muestra tan incapaz de mostrarnos su cuerpo como aquella empañada de la tradición. ¿Dónde habita la mujer más allá del artificio? ¿Qué queda allí cuando se lava la cara, se apaga la música  y llega el día? ¿Dónde está su cuerpo cuándo el show se acaba y nadie la mira? En estas representaciones de un vacío no hallaremos estas respuestas.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.



[1] Como lo aseguraba la teórica feminista Mary Ann Doane. Citado en ARAMBURU, Op. cit.
[2] Así lo advertían las páginas femeninas de la revista Cromos en 1923. Citado en PEDRAZA, Zandra, op. cit, p 324
[3] PERNIOLA, Mario. Entre vestido y desnudo. En FEHER, Michel, editor. Fragmentos para una historia del cuerpo humano. Parte segunda. Madrid: Taurus, 1990, p 237.

CUERPOS PARA QUE GOCEN. MARÍA DE LA PAZ JARAMILLO (I)





Maripaz Jaramillo, serie Parejas
Las boquitas pintadas de María de la Paz Jaramillo mancharon con sus pegotes lúbricos la escena límpida de los años 70. Mientras muchos artistas colombianos de la época estaban inventando mundos   abstractos, sus  muñecas frívolas recordaron que las mujeres tenían cuerpos y deseos.  Una memoria que  se había perdido en el arte colombiano desde los atrevidos desnudos de Débora de los años 40 y 50. Pero mientras aquellos cuerpos aspiraban a la carne, los de María de la Paz eran de papel. Los cuerpos de Débora seguían todavía en la esfera de la tradición renacentista para la cual la representación del cuerpo humano se apoyaba en la morfología, basada a su vez en la anatomía, un estudio al que le dedicó sus mayores energías[1]. Sin embargo, aunque Débora transgrede  estos parámetros  con sus cuerpos deformados por la expresión en los que el código anatomista llega a sus límites, nunca se sale del todo de él.

Maripaz Jaramillo, Mujer Caribe,

 Las mujercitas estridentes de María de la Paz, sus bocas de carmín, sus ojos fucsias, sus pieles sicodélicas, sin embargo, se han fugado de otro planeta: del de los medios masivos de comunicación. María de la Paz es hija de unos tiempos  de ojos quebrados, en los que la mirada se ejerce con el lente fragmentado y espasmódico de la fotografía, el cine, la televisión y cuyos imaginarios están dominados por la moda y la publicidad. Los cuerpos de sus mujeres tienen los colores de los impresos,  su trama, bidimensionalidad, fragmentación  y esquematización. Para representarlas, la artista acude a estas estrategias pop, pero desde la idiosincrasia popular colombiana que no sueña con divas platinadas como Marilyn, sino con las beldades kitsch de los culebrones, el bolero y las baladas. Mujeres que pueden ser protagonistas de historias despechadas como “Por qué te conocí”, “Quiero morir de dolor”, “Tu amor no me conviene” o “Bandolera” (algunos de los títulos de sus obras). Mujeres que cambiaron el olor a santidad de las monjas muertas por el pachulí de las cabareteras vivas. “Mujeres gastadas por los besos”.
Maripaz Jaramillo,, sin título

Estos cuerpos no están ya destinados a la maternidad ni consagrados a la familia ni constreñidos  a la crianza de los nuevos ciudadanos ni  aspiran a constituirse en el faro de aquellas buenas costumbres que sustentarían la sociedad y el progreso. Al contrario, subvierten todos estos parámetros y exigencias  señoriales. En contra del recato, estos cuerpos se  exhiben, rompen la delimitación espacial de sus reinos domésticos y conquistan el exterior, viven la noche más allá de la seguridad del día. Son mujeres para  las sombras y la calle, cuyos cuerpos artificiosos brillan como joyas baratas bajo las luces eléctricas.

Eros ha triunfado sobre sus pieles y ya no funciona más el discurso que las consideraba seres menos animalizados y más aptos moralmente que los hombres. Son mujeres preparadas mental y físicamente para los placeres carnales. Pero, a pesar de las apariencias, el tema de estas representaciones no es  el deseo femenino. De lo que realmente nos hablan estas obras es del deseo de la mujer de ser deseada. Parodiando a Fassbinder, estas mujeres sólo quieren que las quieran. Son protagonistas de ritos de seducción en los cuales  aceptan plena y conscientemente  ser el objeto del deseo masculino, consagrándose a ello con toda su fuerza, con toda su astucia y  con  todo su cuerpo. Maria de la Paz recrea esta coreografía e iconografía corporal de la seducción con las posibilidades que le ofrecen las estrategias pop en unos cuerpos fetichizados, fragmentados, focalizados, gestuales y teatrales que sólo existen en cuanto objeto de la mirada erótica masculina.  Cuerpos a los que no les interesa tanto satisfacer su deseo como hacer un despliegue visual de él.

Marupaz Jaramillo

Como no se trata tanto de desear como de parecer que se desea, estos cuerpos deciden ser una máscara. Pasaron los tiempos de los cuerpos sustanciales, esenciales, de las identidades fijas, totales de la galería empañada. El mundo de María de la Paz  en series como Parejas (1982) y Salsa (1982) es un simulacro y está poblado también por simulacros. La luz artificial simula paraísos eróticos, las mujeres se simulan diosas lúbricas, los hombres se simulan latin lovers, unos y otros simulan encuentros amorosos y sensuales. Sus mundos son una puesta en escena  que no esconde su artificiosidad, sino que al contrario la enfatiza con colores, muecas, gestos, poses y actitudes corporales retorizadas. 

La artista no se esfuerza en la representación de cuerpos biológicamente determinados sino culturalmente construidos, sobre los cuales se despliega una caracterización visual de roles estereotipados de lo masculino y lo femenino, concebidos como opuestos. Así, en esta iconografía  a la las bocas rojas les  corresponden las ojeras oscuras, a los cabellos esponjados y largos, las  patillas recortadas; a la falda,  el frac; al escote, la corbata; a las blusas sin hombros, las camisas de cuello alto. Los hombres clavan sus bocas y sus manos. Las mujeres prestan los cuellos para que lo hagan. Los hombres doblegan los cuerpos femeninos, ellas se dejan doblegar por ellos. Es un armonioso y total ying y yang sentimental.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de mujer: modelo para armar.Medellín, La Carreta, 2010



[1] Débora aseguraba: “al artista que no domine el desnudo le falta todavía un buen trecho que recorrer por el camino de las realizaciones y algo que llenar en el dominio de la técnica”. Citado en LONDOÑO; Santiago, En: “Débora por Débora”, op. cit.

domingo, 10 de febrero de 2013

Adriana Duque (II). Blancas como la nieve



Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Madriguera, 2005
Al iniciarse el siglo, se afianzó en los discursos de nuestros políticos y  educadores, la idea de la imperfección del cuerpo de los colombianos[1]. Fue entonces una preocupación capital cómo alcanzar el ansiado progreso e ingresar a la modernidad con unos cuerpos imperfectos cuya peor maldición era el mestizaje y la herencia espuria de las razas negras e indígenas. El  cuerpo asumió así una importancia capital, porque a pesar de las sospechas que recayeron sobe él, se le consideró un requisito indispensable para el desarrollo de la patria y para la construcción de la nacionalidad. La elite  estableció  entonces los imaginarios de la sociedad que quería construir pero, al hacerlo, también  creó un mar de  contradicciones marcadas por la marginación, la segregación y la exclusión en el discurso que nos constituye desde entonces como Nación[2].

Lo negro, lo indio, lo mestizo son pues detectados como los principales obstáculos para avanzar en ese camino del progreso. Era necesario, por lo tanto,  sanar este talón de Aquiles que dejaba cojeando al débil cuerpo de nuestra nacionalidad incipiente. Para ello, se propuso acabar las etnias problemáticas mezclándolas cada vez más con elementos arios, llegando incluso a sugerir la entrada masiva de ciudadanos europeos que terminaran de limpiar nuestra contaminada sangre criolla. Era entonces inconcebible pensar en una Nación que le  diera cabida a todos, y  el único discurso que parecía posible era el de “juntos pero no revueltos”[3]. Sin embargo, la realidad era que estábamos juntos y revueltos.  En este contexto,  el  control del cuerpo, con mecanismos sociales como los de  la urbanidad,  se convirtió en la manera de enfrentar esa diversidad étnica, cultural y social caótica que nos alejaba de la modernidad y del progreso. Así se formó desde entonces  una estructura de clase y géneros intransigente, a cada uno de los cuales le correspondía una semiótica corporal y unos comportamientos adecuados que se convertirían en los pilares del orden de la modernidad colombiana.  La sociedad queda así compartimentada en férreas casillas sociales y sexuales, que se expresarían en un manejo exterior del cuerpo determinado y codificado con el que se buscaría conjurar la debacle de la imperfección, la degeneración colectiva corporal, la hibridación, la mixtura y la consiguiente ineptitud somática para alcanzar el progreso. Desde entonces se normatizaría el aspecto externo, las conductas, los comportamientos, los movimientos, los ademanes y el arreglo personal adecuados de acuerdo a la posición social, el género y la raza. Estas buenas maneras y costumbres, en su lucha por alcanzar el ideal europeo desde nuestra imperfección racial y cultural, serían propuestas como los elementos distintivos de nuestra balbuceante nacionalidad[4].

Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Risitos de Oro, 2005

En este contexto el cuerpo de la mujer y de las niñas se puso en el ojo del huracán. En ellas se delegó la responsabilidad de cimentar la familia burguesa y la propagación de las buenas costumbres que no eran otra cosa que la base de la nacionalidad incipiente. La adecuación de los cuerpos a sus nuevos usos modernos se debía hacer en el hogar y estaba a cargo de las mujeres, sobre las cuales recaían todas las responsabilidades morales y patrióticas. Y el centro de esta educación eran las niñas, como lo expresa Rufino Cuervo en las páginas de la primera urbanidad que se escribió en el país dedicada específicamente a ellas: “La educación de las niñas exige, hoy más que en ningún otro tiempo, una atención especialísima. En el embate de los vicios y de los malos instintos que amagan tornar el país a la barbarie, la providencia nos presenta en nuestras esposas y en nuestros hijos salvándose de la corrupción


Las niñas de Collectibles, impolutas, aisladas, atemporales y sin espacio como las utopías, ahora aterrizan, circulan, se relacionan, caminan por la tierra sucia del país con sus delicados zapaticos de hebillas. Ya no son muñecas aunque sus cuerpos sigan emulándolas y continúen acunándolas en sus brazos. Más bien cumplen ahora el papel de “las princesas”. Algunas tienen coronas, ocupan siempre el centro, sus vestidos aluden a pasados siglos monárquicos y su mirada es mayestática. Sin embargo, sus reinos son espurios. Casas antiguas de techos altos y paredes descascaradas, cortinas de telas baratas, añejos papeles de colgadura, baldosas de pueblo, cocinas ahumadas con fogones de leña, muebles desvencijados… decadentes  recintos del sueño o del inconsciente colectivo. Por no hablar de su compañía, del todo indigna o, al menos disonante, para estas perfectas princesas blancas.
Los personajes de La Sagrada Familia no parecen ser retratos individuales, personas de carne y hueso, sino más bien encarnaciones míticas de roles, estructuras y  funciones familiares, sociales o sicoanalíticas[1]. Allí están, El Padre, La Madre, Los Hermanos, Los Abuelos, Los Tíos,  Las Niñas (en mayúscula como se escriben los arquetipos) en sus baratos reinos domésticos.  Pero estos grupos familiares son deformes. No hay paz ni sosiego en ellos. El espacio que se instaura entre los personajes no es continuo,  sino que parece lleno de baches y de huecos invisibles.  Aunque están todos juntos y posan mudos ante la cámara, los protagonistas de la puesta en escena  parecen venir de tiempos distintos, de órdenes culturales diferentes, de complejos simbólicos diversos. Esas niñas blancas no pueden ser hijas biológicas de esos padres de fuertes rasgos indígenas, los vestidos infantiles de terciopelo  chocan con las chaquetas de cuero y los bluyines de las mujeres jóvenes, el estrato social de los abuelos no es el de los nietos. La falta de contacto corporal o  visual refuerza esa sensación de tensión, de incomodidad, de falta de homogeneidad al interior de las escenas.

Adriana Duque,  Serie Sagrada Familia, Familia 5, 2007

Sobre las paredes de estos recintos hay  colgadas varias imágenes: retratos familiares, reproducciones de obras de la historia del arte universal y estampas religiosas. Estos cuadros aunque aparecen en un segundo plano, sin embargo están  estructurando la escena que tiene lugar adelante. Desde esas representaciones  se irradian los ideales occidentales que no se cumplen en nuestra realidad, como aquellos preceptos del orden corporal de la modernidad. Los personajes de Duque, a pesar de sus aparentes esfuerzos, parecen incapaces de emular a sus modelos. Aquel ideal de las familias patriarcales y blancas, cuya armonía instaura el Corazón de Jesús a veces,  otras la Virgen María, no se alcanza. En esta serie, al contrario,  salta a la vista, la profunda inadecuación entre el cuerpo real, campesino, inculto, no ilustrado, mestizo del colombiano y su ideal que serían aquellos cuadros de las paredes. En ellos se instauran  categorías, personajes y posibilidades de relación  que los personajes de Duque sólo pueden emular errática y defectuosamente.  Aquellas imágenes ejemplares son inalcanzables. Los modelos corporales caucásicos tampoco pueden seguirse con el imperfecto, mestizo y poco urbanizado cuerpo colombiano.   

Nadín Ospina ha relatado la anécdota de cómo su familia de ascendencia alemana escondió por generaciones una fotografía donde aparecía una abuela totalmente indígena[1]. Esa imagen era la prueba de un pecado original que no estaban dispuestos a admitir. La Sagrada Familia de Adriana Duque también parece ocultar otros pecados raciales y culturales de este tipo. Algo ha sucedido en el pasado, algo se esconde, no todo se muestra, nuestra historia colectiva y nuestras historias individuales son oscuras, no han terminado de relatarse ni de verse. Y los pedazos ocultos, las piezas censuradas que le faltan al rompecabezas, son las que no nos dejan leer la anécdota total de estos retratos familiares deformes, enigmáticos, ambiguos. En ellos se establece la brecha entre el país real y el imaginado, entre el cuerpo que quisieron nuestros políticos y educadores y el que teníamos.  Estas fotografías son una declaración de rendición ante el ideal. Si el kitsch es la solución criolla para la apropiación de la pintura de grandes maneras occidentales, las muecas ridículas, impropias, bárbaras de estos personajes son el fallido intento de apropiarse de aquel cuerpo perfecto blanco, urbanizado y moderno. Las únicas que parecen dar la talla a las exigencias del discurso son estas niñas blancas, sin embargo nos queda la duda de que sean reales. Tal vez sólo sean la imagen de la utopía que nunca se cumple. Las mujeres, como siempre y desde siempre condenadas a una perfección inventada por otros.

Ver http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-delicadas-como-una-rosa.html


Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010

Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008




[1] HERZOG, Hans-Michael. “El pasado precolombino es inasible”, entrevista a Nadín Ospina, en: Revista Mundo, Bogotá, revista 18, junio 16 de 2005.        


[1] PEDRAZA, Zandra, op. cit., p 20.
[2] SANDOVAL,  Armando. El indio: entre el racismo, la nación y la nacionalidad colombiana. http://www.naya.org.ar/congreso/ponencia1-13.htm. Página visitada 30 de noviembre de 2009.
[3] SANDOVAL,  Armando. Op. cit.
[4] PEDRAZA, Zandra. Op. cit., p 53.

Adriana Duque (I). Muñequitas.

Adriana Duque, Juana, Serie Collectibles, 2007
 Esta es una galería rosa de feminidad hipertrofiada, de algodón dulce, moños, flores,  encajes, pliegues, cintas, tez blanca, naricitas respingadas, pestañas crespas. Pequeños cuerpos ingrávidos revolotean por ella. Aunque  tal vez no sea apropiado usar el plural, porque sólo hay un cuerpo  (o un molde de cuerpo) repetido obsesivamente en la serie Collectibles (2007) de la fotógrafa Adriana Duque.  Lo único que cambia de un retrato a otro son las caras, las cuales sin embargo también cumplen un código estricto. Son rostros de niñas blancas, de rasgos caucásicos ortodoxos, ojos claros, cabello rubio y abundantes bucles, a veces cortos, otras cayendo en cascada hasta los hombros.  Pero los suyos no son rostros plácidos, sino  enigmáticos, de miradas envenenadas, de viscosidades secretas. “No todo lo que ves es todo lo que hay” parecen decirnos desde esta galería  que más que empañada está encantada.
Son representaciones retorizadas que nos devuelven al siglo XIX, cuando las niñas no se habían inventado como edad, como sensibilidad ni como tema, y simplemente se les  concebía como mujeres  en miniatura. Por supuesto,  estas  niñas, como sus modelos adultas, tampoco tenían cuerpos. Estos se cubrían con paños pesados y líneas rectas, que los ahogaban en la falta de nombre y de imagen. Eran cuerpos labrados por una “anatomía en  pendiente”, como  la llama Vigarello[1]. Estos cuerpos iban de lo delicado arriba a lo más grosero abajo, siguiendo conceptos astrobiológicos que consideraban  las partes corporales inferiores emparentadas con la tierra, lo mundano y, por lo tanto, manchadas de  vulgaridad,  innobleza y pecado. Por esto, los miembros debajo de la cabeza  eran despreciados y relegados a ser simples soportes, zócalos de las partes superiores como el rostro, el cuello, los ojos, las manos, depositarias de la nobleza y la gracia, por su cercanía al cielo.

Adriana Duque, Sara, Serie Collectibles, 2007

 Así nos llegan estas niñas: como una cabeza y unas manos, y con el resto del cuerpo como un secreto. Sin embargo, aunque la representación  de estos cuerpos no se detiene en los caracteres sexuales,  es claro de un solo golpe de vista que son niñas y no niños. El cabello largo, las mejillas sonrosadas, las bocas finas y rojas ayudan en esta diferenciación visual. Pero hay todavía una herramienta más, tomada de la más rancia tradición icónica que los hace claramente femeninos. Sobre estos cuerpos ocultos se despliega gráficamente  una simbología: “Dibujar a un niña era hacer visible la feminidad imaginada como liviandad, quietud, gracia, ensimismamiento, delicadeza, adorno, afectación”[2].  Es un sobre-cuerpo  donde se construye simbólicamente el mundo femenino en contraposición al masculino, del cual debe estar separado. Un cuerpo cultural que se despliega sobre el cuerpo natural, gracias a códigos  como moños, encajes, prenses, cintas, flores, pliegues, mangas embobadas, faldas con vuelo, bucles y todo tipo de redondeces[3].  El cuerpo de Collectibles  es el  imaginado y estereotipado  de la feminidad que tiene su más alta expresión en “la muñeca”. 

Muñequita

Adriana Duque, Serie De cuento en cuento, 2005


Así como la niña es una versión en miniatura de la mujer adulta, la muñeca es una versión en miniatura de la niña. Y es el lugar de las identidades. Una muñeca es un discurso preciso, pedagógico y autoritario sobre el cuerpo. Se instaura como el ideal al que los cuerpos infantiles deben aspirar,  es la cartilla visual que se debe imitar, el modelo corporal que se debe seguir. Es la gran  escuela de la feminidad.  Hay una fotografía de la serie De cuento en cuento (2005) donde este sistema de espejos y correspondencias queda claro. Una de las niñas rubias de Duque está sentada en una especie de trono, como una princesa, con sus bucles sobre los hombros, con su vestido celeste de terciopelo, cuello de bordes redondeados, mangas recogidas, falda amplia, zapaticos blancos con moñitos rosados. Lleva en su regazo, como una hija, una muñeca idéntica: la misma tez blanca, los mismos rasgos finos, pelo rubio ensortijado, cuello de puntas redondeadas, zapaticos finos. ¿Imita la muñeca a la niña o es la niña la que imita a la muñeca? Esta muñeca a la vez que es la bebé que la niña dará a luz en el futuro, es también la más autoritaria voz de la tradición. Como si ella se estuviera pariendo a sí misma en el exigente proceso de formar un cuerpo femenino tal como debe ser según las exigencias del entorno. Y el género femenino no es una categoría biológica sino  un conjunto de códigos visuales que aquí quedan completamente establecidos.
Las niñas de Collectibles han llevado este esfuerzo más allá. Las muñecas que las moldean no están afuera, acunadas en sus brazos. Aquí, al contrario, se han fusionado con ellas mismas. Gracias a la tecnología digital, se han convertido en niñas-muñecas, con cuerpos y manos de porcelana, y caras de carne  tersa. Recuerdan con esta mixtura material a aquellos santos coloniales hechos de madera pero coronados por rostros y manos de plata. Y es esta fusión de cuerpos de órdenes diversos (el real y el de la ficción, el de carne y el de porcelana, el contemporáneo y el arquetípico) lo que le presta toda su inquietud a estas imágenes enigmáticas, que superficialmente sólo parecían extremadamente estéticas.  No estamos en el nivel de las imitaciones ingenuas de la realidad, sino en el de la deconstrucción de los discursos sobre ella. Estas imágenes  no son simplemente de niñas que cumplen los cánones de belleza occidentales. Es el  ideal de la feminidad el que aparece aquí  retratado. La feminidad como un código, como la categoría de la imaginación de la que hablaba Sartre, como un conjunto de rasgos inventados que se ponen y se quitan. Estas niñas-muñecas irreales  son un fino concentrado de ella, un frasco miniatura donde se guarda su perfume más esencial, su extracto más primitivo. Y esa feminidad es blanca entre nosotros. Estas niñas, sin duda, eran el mejor sueño o quizás la peor  pesadilla de ideólogos como Luis López de Mesa, Laureano Gómez o su hijo Álvaro porque representan todo lo que se quería de los cuerpos colombianos pero también todo lo que nunca serían. 

Sigue en  http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-ii-blancas-como-la-nieve.html

Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010

Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008




[1] VIGARELLO, Georges. Historia de la belleza. El cuerpo y el arte de embellecer desde el Renacimiento hasta nuestros días. Buenos Aires: Nueva Visión, 2005, p 22.
[2] OSORIO, Zenaida. Op. cit, p 49.

[3] En contraposición al cuerpo femenino de estas niñas,  está el cuerpo del niño realizado en otros trabajos de Duque  como en la serie Paisajes (2001), donde éste se caracteriza por un imaginario visual donde se despliega el color negro en la ropa, lo recto, lo geométrico, lo despojado, lo falto de adorno. Estos son elementos que hacen visible una masculinidad imaginada como fortaleza, actividad, rudeza, agresividad y exterioridad.