viernes, 28 de diciembre de 2012

Feliza Bursztyn
Incomodada e incómoda

Feliza Bursztyn, escultora - Feliza Bursztyn
Feliza Bursztyn, foto publicada en Revista Cromos No. 4772, 12 de diciembre de 2009




En un documental sobre su obra, Feliza Bursztyn aparece reconstruyendo su indeletreable nombre con las letras de un juego para armar. La cámara muestra como sus manos ponen la s al lado de la z, contraviniendo las leyes de la ortografía española. Esta imagen es toda una metáfora de su vida, siempre fuera de las normas. Tal vez porque en Colombia nunca se supo muy bien dónde acomodarla, ni a ella ni a su obra, Feliza trató de encontrar su lugar en el mundo en el arte, sobre todo en sus márgenes. Y así lo hizo hasta la noche de su dramática muerte en un restaurante de París, donde se fue de este mundo rodeada de langostas, espejos indiferentes, curiosos, y el escudo inerme de un puñado de buenos amigos.

Esta mujer cosmopolita, culta, con una dulzura tan extrema como su desasosiego, no se satisfizo nunca con las fórmulas que le ofrecían para desactivar su feroz independencia. Cuando era una adolescente se volaba del colegio de monjas de clase alta de Bogotá para pasar las tardes aprendiendo del director de la Escuela de Bellas Artes, el volcánico Alejandro Obregón. Cuando viajó a Nueva York, no se dejó tentar por el glamour, sino que buscó zapatear la academia en el Art Students League. Más tarde, en París, dinamitó el moldeado y los yesos, para habitar la disolución de la forma. Así, fue llegando al inédito continente de las chatarras.




Feliza Bursztyn, Bloque, Banco de la República, ensamblaje en lámina de metal, http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/textos-sobre-la-coleccion-de-arte-del-banco-de-la-republica/feliza-bursztyn/bloque

Cuando regresó, encontró una Colombia embarcada en el modernismo, donde los artistas, habían cortado las amarras con la figuración y se hallaban maravillados mirándose el ombligo. El arte después de liberarse de la camisa de fuerza  de la imitación se encontraba por aquellos años reflexionando sobre sí mismo, en un mundo autónomo, impoluto, esteticista, adonde no llegaban los ecos de las revoluciones, la mugre, la vida. La escultura en Colombia estaba encerrada en este juego: Edgar Negret y Ramírez Villamizar eran los principales constructores de estas impenetrables murallas geométricas. Habían logrado desarrollar una propuesta limpia, metálica, constructiva, abstracta, como reacción a los monumentos alegóricos en las plazas y los parques. Pero ese cielo perfecto, frío y mudo, no satisfizo los ardores de la rebelde Feliza, quien con sus antenas percibía que la tierra se movía y por eso sus esculturas también necesitaban hacerlo.

Era una mujer de su época y las fiebres del mayo del 68, los disparos encendidos en la noche de Vietnam, los dolores del parto de América Latina la habían lanzado como un sunami a la otra orilla. Mientras sus contemporáneos aspiraban a paraísos angulosos y formales, la sensible piel de Feliza percibía el caos, la destrucción, la disolución, pero no como una constancia pesimista, sino como una característica irreductible de la vida. Empezó entonces a seguirle el rastro en los objetos encontrados, en los desechos, en las chatarras. Feliza era una adelantada. Mientras en Estados Unidos, el pop se había volcado a los detritos de la sociedad de consumo para entonarles un cínico canto, ella comprendió que entre nosotros los desechos tenían otra calidad. No eran los de una sociedad tecnológica, prepotente, despilfarradora, sino los de la carencia, la precariedad, el deterioro. Pero esto los hacía fuertes y expresivos. Entonces realiza con ellos una vuelta compulsiva, desfogada hacia lo real donde no le interesaba representar  las cosas sino invitarlas al museo.

Esta emergencia desbocada de la materia la llevó a romper marcos, pedestales, límites, en un intento de afirmar la vida partiendo de lo más innegable: el mundo de las cosas, su presencia muda. La materia en sus manos tomó conciencia de sus derechos y como un gusano carcomió el vientre de la brillante manzana del arte geométrico. Sus esculturas sucedían, descongelaban, se soltaban al azar, descomponían. ¿Por qué no darle la oportunidad a un clavo de ser un clavo?, parecía decir mientras se quitaba de encima siglos de simbolismos para bañarse en el agua simple de las cosas. De sus chatarras pasó a sus “Histéricas” (esculturas metálicas con un motor que las movía y las hacía sonar) y luego a sus “Camas”  (estructuras cubiertas de telas brillantes que evocaban cuerpos copulando debajo de cobijas).

Estos planteamientos más allá de la estética y sus actitudes siempre políticas resonaron  como una bomba. Feliza cada vez era más  radical, lo que la hundía en la categoría de lo incómodo. Tanto que la crítica de arte Marta Traba tuvo que salir a proclamar  que estaba “por encima de toda sospecha” como si se tratara de una acusada. La artista era tachada de provocadora, plagiaria, incompetente, facilista, aunque por otro lado también generaba adoraciones como las de la misma Traba y Valencia Goelkel.

Feliza Bursztyn, Cama, 1974

Sin embargo, para detractores y admiradores, fue siempre impenetrable. Su obra sólo podía franquearse por el desparpajado humor que cubría sus planteamientos más feroces, Sin embargo, al pasar el tiempo, se fue comprendiendo que su obra no era un chiste fácil sino una sátira amarga y profunda. Cuando hizo su gran exposición de las camas en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (1976), el país apareció allí parodiado en esos movimientos soterrados, torpes, ocultos, en el enrarecimiento de unos tiempos oscuros, en su imposibilidad de avanzar, de moverse, en su pesadez mental y física. “Mis camas se mueven al contrario de lo que le pasa al país”, dijo entonces.

Fue precisamente esa misma fuerza oscura la que 6 años después, la arrancaría de su cama a las 4 de la mañana, la llevaría a las trágicamente conocidas caballerizas de Usaquén a un interrogatorio kafkiano en el que nunca supo de qué se le acusaba. Esa fuerza oscura fue también la que la hizo despedirse de un día para otros de sus flores, sus gatos, sus cuadros, sus recetas, su buhardilla, su patio, para comenzar un incompresible periplo de exiliada política que terminó en aquel restaurante parisino. Allí tajantemente, como era su costumbre, dejó la vida en un final de novela romántica ante la mejor pluma de Colombia, su amigo García Márquez.

La desolación de sus allegados, sin embargo, no trascendió. Se le despidió con dos frases en la prensa, sus obras quedaron desperdigadas y su nombre permaneció como un mito que no ha sido recogido con suficiente rigor por la historia. Por eso es absolutamente pertinente esta exposición antológica de sus obras en el Museo Nacional “Elogio de la chatarra” que continuará hasta febrero.  En este homenaje nacional, los espectadores podremos reencontrarnos con la obra de la artista que le torció el pescuezo a la escultura colombiana y a sus más hipócritas costumbres antes de morirse abandonada sobre un plato de pasta en un país extranjero porque el suyo nunca supo dónde acomodarla.
   
Crónica de la autora publicada originalmente en la revista "Panorama" en enero de 2010

Milena Bonilla

La sembradora 

“Trabajar con la naturaleza es trabajar con el artificio. En mi caso no se trata tanto de hablar desde una conciencia ecológica, sino desde la aprehensión cultural que se hace de la naturaleza, del invento de la palabra naturaleza, esa estrategia usada para dominar algo que uno no entiende”




El artista como antropólogo es el rol que asume la artista Milena Bonilla. Su base de operaciones es la ciudad. Sus intereses: los discursos visuales, sociales, económicos, políticos y culturales. Su táctica: la observación. Sus mapas: los mentales. Su espacio: los territorios. Su estrategia: la concreción de realidades abstractas en productos o acciones cotidianas. No gracias a una estrategia metafórica, sino de choque, por medio de la cual dos lógicas implacables al entrar en contacto se desplazan, se cuestionan, se relativizan, se recargan… Los fragmentos que quedan de este combate simbólico de sentidos es su obra.

Una obra que visibiliza las relaciones políticas, económicas, sociales y simbólicas invisibles que estructuran profundamente nuestro mundo cotidiano. La globalización frente a la localidad se encarna en una mata de chocolate sembrada en un tarro de Milo. Lo ancestral frente a lo industrial, en el logo de Nike tejido en una alpargata. El narcotráfico multinacional, en una planta de coca sembrada en una botella de Coca Cola. La identidad nacional, en un brote de maíz surgiendo de una caja de Korn Flakes. Los tiempos públicos de la ciudad frente a los privados de la percepción, en los tejidos que le hace a las silleterías rotas de los buses mientras transitan por las ciudades.

Bonilla es una consumidora voraz de los signos visuales y sociales que produce la maquinaria del consumo. Y presta un oído atento a los mensajes silenciosos que se ocultan detrás de la estridencia del lenguaje publicitario. Pero no está interesada en su estética, como el pop, sino en la contrainformación que a través de ellos puede realizarse. En este sentido rozaría los trabajos del brasileño Cildo Meirelles, el colombiano Antonio Caro o el español Antoni Muntadas, quienes desmontan el lenguaje publicitario y mediático a partir de sus mismas estrategias.

La naturaleza, con su radical ambigüedad, es una de los principales discursos alrededor de los cuales gravita su obra. Pero no se trata de la naturaleza inflamada de los románticos, de la idealizada de los artistas viajeros del siglo XIX, de la irrepetible en la que se buscaba la identidad latinoamericana en el siglo XX o de un canto ecológico. La naturaleza que ella convoca es paradójicamente un producto cultural, artificioso, político, económico, cotidiano. Un terreno humano donde se cruzan los hilos de la globalización y la localidad, del presente y de la historia, de lo ancestral y el consumo, de lo innombrado y el lenguaje, de lo salvaje y lo domesticado, de lo bucólico y lo bélico, de lo nacional y lo geopolítico

Tejer, coser, sembrar, reparar, sanar, son palabras que no dejan de salir a flote en su obra, aunque nunca con un sentido mesiánico. Son palabras y acciones que también surgen de su penetrante sentido de observación. Después del caos viene el renacimiento; después de la guerra, el resurgimiento incontenible de la vida; después de la razón, lo innombrado. Y en ese después suele estar siempre esa naturaleza más allá del lenguaje, indomable, inmanejable, irreductible. La historia del hombre se debate entre esos dos límites, lo cultivado y lo espontáneo, lo tasable y lo que se derrama, la cultura y la naturaleza. Y es en ese mismo lugar donde también se instala la obra de esta artista que navega plenamente en el pensamiento contemporáneo, sus prácticas y sus preguntas. Entre una reflexión teórica fuerte e implacable y una intuición demoledora surgen los concisos y potentes trabajos de esta artista.

“Huerta Casera”

A la entrada del Museo de la Universidad de Antioquia o en el patio del Museo Colonial de Bogotá, instaladas muy humildemente, sin pretensiones ni señales,la artista colocó  a ras de tierra una serie de maticas en envases populares. Pero lo que pareciera una apropiación de la costumbre ancestral colombiana de sembrar plantas en tarros, cobra otra dimensión cuando el espectador descubre que lo que hay plantado en un frasco de Nescafé es un cafeto; en una cajetilla de Marlboro, tabaco y, por supuesto, que de una botella de Coca-Cola emerge verde y natural una planta de coca. Así, en esta “Huerta Casera”, Milena Bonilla reflexiona sobre la inserción de los países latinoamericanos en la economía mundial, la identidad, los tráficos globales, la transformación de los signos sociales, las migraciones, las mutaciones, los intercambios. Todas ellas reflexiones políticas hechas sin virulencia, gracias a la estrategia de traer a la escena prácticas populares para cargarlas de nuevos y provocadores sentidos.


Biografía:


Milena Bonilla nació en 1975 en Bogotá. Es egresada de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Entre sus exposiciones individuales están Limítrofe, Valenzuela Klenner (Bogotá); Dont say you love me, Valenzuela Klenner (Bogotá). Lugares comunes: bocetos para jardín. Alianza Colombo Francesa (Bogotá). Entre las colectivas están When we were here. Art Gene. Cumbria, reino Unido. Bokakaing. Publicación GPB. Fotogalleriet (Oslo), 40 Salón Nacional de Artistas . Museo de Arte Colonial (Bogotá).

Este texto fue elaborado por la autora  para el Encuentro Internacional de Arte contemporáneo MDE 07, realizado en Medellín durante 2007.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Doris Salcedo

La Casa Viuda


La guerra contemporánea colombiana estalló el orden, dinamitó las casas y explotó los cuerpos. Las mujeres, a quienes no se les permitía hablar de política, de pronto se convirtieron en las protagonistas de un conflicto en el que no pidieron participar. En el centro de los campos devastados por la guerra estaba la casa y la mujer estaba en el  centro de esta casa. Entonces, sufrieron por no poder detener la avalancha del desorden físico y simbólico que destruyó sus territorios privados. La casa, prótesis de su cuerpo protector, se resquebrajó.  El conflicto arrancó toda seguridad, destrozó y desmembró los cuerpos matriciales, corroyó las familias, las desbarató en bandos, se tragó a los hijos, los convirtió en combatientes caprichosamente de uno u otro grupo, separó las parejas, les robó su hábitat, sus lazos con la tierra,  minó las redes sociales y comunitarias, hizo enemigos a los vecinos y espías a los amigos, les quitó la posibilidad de construir, instauró el silencio, les arrebató el futuro. Y la mujer que antes era el centro del mundo seguro es ahora el epicentro del terremoto social. ¿Cómo podrían en estos tiempos las mujeres cumplir con la obligación de proveer la protección, centro, resguardo, compromisos que les habían impuesto  la educación y la ideología tradicional?    
En las casas del conflicto nacional, abandonadas, sin dueños, esa función de centrar, unir, ordenar, delegada por la historia a las mujeres ya no se puede cumplir más. Si en aquella mitología visualizada por los pintores decimonónicos, el cuerpo-casa femenino recogía, ahora su ausencia opresiva en la obra de D. Salcedo, nos remite a un mundo donde todo  está roto, descentrado, desmembrado. Colombia es hoy una casa viuda, donde sólo quedan las reliquias, los detritos, los fragmentos, donde  aquel sueño del espacio doméstico femenino protector se ha deshecho.



“Toda sociedad convierte sus objetos en signos”, ha dicho Barthes[1]. En las pinturas intimistas de la tradicion decimonónica, como el Interior Santafereño  (1874) de Ramón Torres Méndez,             
Las horas de costura de las mujeres de Jesusita Vallejo  y  Margarita Holguín y Caro,  las del baño de Eugenio Zerda, las de lectura de Fídolo González y Adolfo Samper, las de la cocina de Miguel Díaz y Ricardo Gómez Campuzano,  las de planchar de Eladio Vélez,  nos llevan  una y otra vez a esos interiores, a esos castillos interiores  donde las mujeres reinaban a cambio de  renunciar a todo lo demás. Y adonde no eran invitadas de piedra. Con los movimientos obsesivos y repetitivos de la aguja, el cucharón, la escoba y  la plancha, se les pedía  que fraguaran desde estas trincheras internas no sólo el orden de sus casas, sino a través de él, el de la sociedad y el del convulsionado país. 



























Además de una taxonomía de objetos funcionales,  ellas desplegaban toda una puesta simbólica del habitar. Allí, las puertas servían  para entrar y salir y significaban el límite entre lo público y lo privado.  Una cuna servía para arrullar a un bebé y significaba el origen. Una cortina servía para filtrar la luz y significaba el manso intercambio entre lo interior y lo exterior. Un triciclo servía para jugar y significaba la infancia. Una cama servía para dormir y significaba la confianza. Un armario servía para guardar la ropa y significaba la memoria. Una mesa servía para comer y significaba la unión familiar. Una silla servía para sentarse y significaba la tregua. A su vez, todos estos objetos remitían a un espacio doméstico, hablaban de la casa, del refugio, del cobijo, del orden,  de la civilización y de la capacidad acogedora de la mujer.

Es otro el mundo de D. Salcedo. Los objetos que ella trae a la escena -en obras como la Casa Viuda (1992-1995 ), Unland (1995-1998) y su serie de muebles sin título (1992-1998)- hacen eco de aquella iconología de la intimidad instaurada por Vermeer y luego  replicada por nuestros artistas locales. Pero  en su obra se han  herido de muerte aquellas plácidas asociaciones, esos usos tranquilizadores, esas significancias pacíficas. En la mitología de Salcedo,  las camas están paradas contraviniendo la exigencia de verticalidad de su significado. Las puertas están en medio de la nada y por lo tanto no pueden cumplir con su exigencia funcional mínima de abrir y cerrar, de señalar lo público y lo privado. Las mesas vacías se chocan unas con otras y se deforman, pierden el equilibrio y no pueden sostener los vasos, los platos, no pueden  convocar encuentro alguno. Las sillas están cubiertas por bloques de cemento y adheridas a la pared: nadie podría reposar en ellas. Los armarios están sellados por el mismo cemento donde se ahogan  prendas cotidianas como el blando vestido de una niña, convertido en un amasijo petrificado. Una puerta colapsa con una silla y un encaje. La textura de la madera se imbrica con cabellos humanos. Huesos naufragan en una puerta. Un puño del vestido de un saco ha sido devorado por un ladrillo incinerado. La casa, la centralidad, el orden, los cuerpos como unidad física y simbólica  definitivamente  han estallado.



Es como si con las obras del género de interiores y las de Doris Salcedo se asistiera a los dos extremos del movimiento de un péndulo. Las primeras instalando el lugar moderno (un lugar de identidades, relacional, histórico, simbólico, de cuño femenino); la otras, el no- lugar posmoderno de la guerra (“un lugar que no puede definirse ni como espacio de identidad, ni como relacional, ni como histórico”, según Marc Augé, un lugar que no se puede habitar como dice Richard Smithson). El vocabulario, las asociaciones,  las connotaciones que establece una pintura de interiores cuyo haz de significaciones gira alrededor de la apropiación de un lugar, de la intimidad espacializada y construida por la cultura occidental alrededor del cuerpo femenino, colapsa en  la obra de Salcedo donde todas estas  relaciones se deshacen. El suyo  es un espacio de ausencias, del que ha desaparecido el cuerpo como paradigma de un orden físico, social y simbólico. El cuerpo femenino  también se ha roto en este intento de proteger y  sólo quedan sus rastros. 



  
Aunque el cuerpo aquí está ausente y no es representado, todo en estas obras alude veladamente a él. En su  ausencia, se vuelve opresivamente  presente gracias a las huellas que ha dejado. El cuerpo está como un negativo de todos los objetos que aparecen en positivo, en un proceso metonímico donde la parte vale por el todo. Ante la imposibilidad de la presencia del cuerpo desaparecido por la guerra, la artista lo construye en el campo relacional que se establece entre las huellas físicas que quedaron de él, porque aquí los objetos no están representados como en el género de interiores, sino que se convocan directamente a la escena. Salcedo ha ido al lugar de las masacres, ha buscado estos restos y les ha creado un nuevo sistema solar.
Así, estas casas son corporales. El cuerpo se asoma en la silla en la que no puede sentarse porque está inhabilitada, en la cama donde no puede acostarse porque está desbaratada, en la puerta que no puede traspasar porque está adherida a una pared. También está en los jirones de ropa que ya no puede usar pero que son su huella clara: un vestido de niña congelado en un armario, un pedazo de manga, media blusa rota. Y, por supuesto, está en los pedazos de hueso que surgen como el espinazo de una mesa, en los cabellos que envuelven la piel de la madera o los barrotes de una cuna. Estos objetos, son a la vez reliquias (lo único que quedó del cuerpo desaparecido) y fetiche (sustitutos  de ese cuerpo que ya no está)[1]. Y con todas estas esquirlas se construyen estas especies de anti-casas, de moradas vencidas. Casas-cuerpo que están muertas, que son cadáveres y se rinden ante la imposibilidad de guarecer, de seguir fungiendo como los espacios privilegiados del habitar. Casas viudas. Casas –cuerpos heridas, destruidas y deformadas.  Casas-cuerpo monstruosas que después de ser desmembradas han sido recompuestas en formas caóticas.
























La casa ha sido vejada, descompuesta, desmembrada, igual que los cuerpos que sufrieron los “cortes” de la Violencia en los años 50.  Como sucede con los detritos materiales que quedan después de la explosión de una bomba, se perdieron en ella todos los límites entre lo humano, lo animal y lo mineral. Las formas se licúan ahora en una sustancia indistinta. La silla colapsa con la puerta,  un armario con  una silla o una cama, una cuna queda pegada a una mesa. Todo límite se pierde en esta recomposición: lo de abajo queda  arriba; lo horizontal se vuelve vertical; lo central, periférico; lo volumétrico, plano. La violencia ha cumplido aquí el despótico  acto de  la deconstrucción  de la intimidad. Una intimidad que deja aquí de ser un asunto individual para transformarse en un tema político. La casa-cuerpo se ha doblegado y con lo poco que le queda trata de proteger, pero sus brazos están rotos y ya no puede abrazar, sus puertas están quebradas y ya no puede resguardar,  sus armarios están sellados y ya no puede albergar  las pequeñas cosas de la cotidianeidad. El espacio  entre las cosas también ha colapsado.



Sin embargo por las casas-cuerpo heridas de Salcedo ha pasado  su mano de Antígona contemporánea. Un blanco corpiño trata de cubrir la ventana rota, un encaje quiere aliviar la herida de una puerta violada, un tejido de seda y cabellos humanos intenta calmar las ausencias de una cuna vacía. Ungir, sanar, resarcir, tejer, rehacer son las acciones que un cuerpo femenino destrozado y fragmentado busca  tan infructuosa como poéticamente  realizar.   Para hacerlo, Salcedo acude a aquellos mismos elementos de la iconología dela intimidad de la pintura de interiores tradicional que aquí se han transmutado en reliquias corporales y objetuales de alta carga connotativa. Fragmentos que en su obra no son representados, sino que han pertenecido a víctimas reales de la guerra y que traen consigo significados particulares. Estas reliquias buscan  en los terrenos de la muerte  recuperar su capacidad de regenerar la vida, su vocación de útero.  



















No será posible. Toda esta obra habla de la incapacidad de devolverle  la organicidad al cuerpo fragmentado y vejado por la guerra. Pero ello no será un impedimento para que esta Antígona  realice los rituales de duelo colectivo de los cadáveres, de los cuerpos contemporáneos habitantes del no-lugar. En la guerra colombiana, cuando los cuerpos se desmiembran y luego se aniquilan, cuando se esparcen sus restos, negándoles un lugar debajo de la tierra y un rito mortuorio en el que los vivos se pongan en paz con sus muertos, no sólo se está dando una profanación de los cuerpos individuales. También se están afectando los lazos cohesionadores de esas comunidades que en tiempos de paz se reúnen simbólicamente alrededor de sus muertos.  Los tótems de dolor de Doris Salcedo son una oportunidad simbólica para realizar esos rituales truncos, esos duelos incompletos ante la pérdida del cadáver, ese dolor que como comunidad no nos deja descansar. Mientras la guerra se ha empeñado en destruir los cuerpos,  esta obra de Salcedo busca crear el lugar simbólico donde los cuerpos vejados, desmembrados, rotos, en un acto ritual oficiado a su vez por un cuerpo femenino, se puedan rehacer al menos en la memoria colectiva.




[1] Conceptos de Charles Merewether citados en En: PRINCENTHAL,  Nancy, BASUALDO, Carlos y HUYSSEN, Andreas. Doris Salcedo. London: Phaidon Press, 2000, p 43.


[1] Citado en PARDO, José Luis. Estructuralismo y Ciencias Humanas. Madrid: Ediciones Akal, 2001, p 39




Tomado de GIRALDO, Escobar, "Cuerpo de mujer: modelo para armar", Medellín, Editorial La Carreta, 2010

miércoles, 19 de diciembre de 2012


Beatriz González (II)

Cuerpos sacrificiales




En la década de los 90, la incursión en la iconografía de la idiosincrasia popular colombiana emprendida incisivamente por Beatriz González en los años anteriores tomó otros rumbos. La artista dejó de lado su risa salvaje. Abandonó los personajes de las páginas rojas y rosas pasándose a las del orden público de los informativos, cambió los escenarios urbanos por los rurales, transformó su paleta brillante en una más oscura y ominosa, exploró espacios más complejos y trabajó historias colectivas en lugar de las representaciones usualmente unipersonales y sin espacio de su primera época. Necesitaba este cambio de estrategia formal para poder realizar un profundo minuto de silencio sobre el bombardeo diario de las imágenes de la guerra. Unas imágenes intoxicantes, las cuales a pesar de su fuerza y de su insistencia en lugar de abrirnos los ojos parecen cegarnos.

La artista entonces recorre el amplio repertorio del imaginario colectivo  de la violencia en Colombia,  con hitos marcados a sangre y  fuego en la memoria de los espectadores como las fotografías en primera plana del magnicidio de Galán, los asesinatos de indigenistas, de los líderes comunitarios  y una larga estela de masacres como las de Vistahermosa, Tarazá, Las Delicias, entre otras. Representaciones de muertes violentas,  la mayoría de las veces anónimas, que asaltan al lector en la primera página acompañadas de un título sugestivo  y de una breve una leyenda,  pero en las cuales después del impacto inicial no se vuelve a pensar nunca más. 

Es precisamente este proceso de invisibilización, como resultado paradójicamente de un exceso de visibilidad,  lo que la  artista busca  conjurar. Quiere detener ese canibalismo visual que todo lo registra, se lo traga, procesa y escupe, sin que quede nada al final. Entonces la artista extrae estas imágenes de su contexto frenético, efímero y desechable  y las transpone a un lienzo que se exhibirá luego pausadamente en las paredes de una galería o un museo. Allí con estas nuevas condiciones de emisión,  surgen otras posibilidades de lecturas para esas imágenes que ya parecían gastadas a punta de ser  miradas.




Y aquí, la artista ha descubierto una iconografía, unas constantes en la representación del hecho violento, una codificación y una repetición de elementos formales, muchas veces con raíces en la imaginería religiosa occidental. Se trata de un relato visual estructurado alrededor de sacrificios rituales humanos, donde  los cuerpos de las víctimas suelen ser masculinos, mientras son femeninos los cuerpos que se encargan de realizar los duelos y  enterramientos. Los cuerpos sacrificiales masculinos tienen a veces un rostro identificable como el del ex candidato presidencial Luis Carlos Galán[1]. Pero la mayoría de las veces se trata de víctimas anónimas caracterizadas ya sea por elegantes vestidos de sastre, camisa blanca  y corbatas, o por atuendos humildes, torsos desnudos,  botas o pies descalzos. La mayoría suele llevar el infaltable bigote de los latinoamericanos. A veces, los cuerpos no están,  y simplemente aparece una foto en un ataúd vacío: una representación dentro de otra representación que enfatiza la disolución de estos cuerpos en una guerra donde ni siquiera los restos de los seres queridos les quedan a sus deudos. Estos cuerpos masculinos se exhiben en altares donde yacen con los brazos abiertos, otras veces navegan sobre ríos tan espesos y negros como el Aqueronte, o se amontonan con sus rostros agujereados por balas en heridas rituales como las del Mártir del Calvario.




Las mujeres en este relato -como sucedía con las imágenes de la Violencia representadas por Débora Arango- pocas veces son las víctimas o las victimarias. La artista recoge de la prensa el tratamiento visual que las hace aparecer como las dolientes, las Antígonas del conflicto, lo reelabora y hace de sus cuerpos sufrientes el símbolo de la población civil y del dolor nacional. En sus obras, ellas repiten los gestos de dolor de las mujeres de Jerusalén alrededor del Nazareno, los de la María del Giotto “caída como un águila sobre el cuerpo de su hijo”[1]. Hay en estas representaciones todo un estudio gestual: las mujeres se tapan la cara, inclinan la cabeza, doblan su cuerpo hasta tocar el suelo. Los hombres, por su parte, flotan muertos en los ríos, extienden sus brazos como crucificados, cierran los ojos en sus ataúdes. Así, en esta iconografía -realizada por la artista combinando diversas fotografías de la prensa con tipos del arte occidental- a los hombres les corresponden los gestos de la muerte, mientras las mujeres encarnan los del duelo.

Sin embargo, cuando Beatriz González decide hacerse una mascarilla mortuoria, para experimentar su propia muerte,  ya la mujer no sólo es espectadora sino que ella misma se convierte en un cuerpo sacrificial. Con esta transición,  el dolor deja de ser espectáculo, algo para ver en los demás. Pasa entonces a estructurar un momento de “compasión”, en el sentido etimológico que tiene esta palabra de sentir algo en la misma intensidad con alguien. Con esta mascarilla, la artista (y con ella el espectador) se pone en el lugar del otro, dejar de ser un testigo exterior para convertir su propio cuerpo en el cadáver del violentado, del asesinado, como si llevara a sus últimas consecuencias la frase “Máteme a mí, que yo ya viví”, título de unos de sus cuadros. Esta mascarilla y sus variadas reproducciones en lienzo son un punto extremo en el acercamiento a la muerte de su obra, en su proceso de identificación con el momento histórico del país, que difiere radicalmente de aquella neutralidad pregonada en su primera época. Es un punto de duelo, negro, oscuro, quizás de no retorno. Pero también es un punto de giro donde suceden múltiples y sorpresivas transgresiones.
Las reproducciones de la mascarilla mortuoria sobre el lienzo, por un lado, emulan indudablemente al Santo Sudario de Cristo, aquella única prueba material que había quedado de su presencia divina sobre la tierra. Pero, por otro lado, también nos hablan de la tradición conmemorativa de los héroes, a los que se les intentaba asegurar un lugar en la eternidad reteniendo sus rasgos faciales en materiales perennes como el bronce después de la descomposición de sus cuerpos.  Esta mascarilla puede así tener la lectura de un intento de tenaz de reafirmar la identidad en un paraje de aniquilación corporal como el de la guerra. En este sentido, esta mascarilla es de alguna manera un grito de presencia en la noche de las disoluciones de los cuerpos en el huracán de la violencia, como lo fueron los performance de María Teresa Hincapié en su momento. La afirmación del aquí y del ahora pese a todo: aquí se estuvo, aquí se vivió, aquí se ocupo un espacio, aquí se tuvo un cuerpo, un nombre, una historia, aunque hayan desaparecido los últimos restos materiales, como sucede tan a menudo en el conflicto actual. Pero también hay otra transgresión a las iconografías canónicas de la Verónica. En estas representaciones de la tradición occidental siempre es una mujer la que lleva el sudario donde está  impreso un rostro divino masculino. Sin embargo, en los sudarios de Beatriz González es el rostro de una mujer el  que está impreso, el que busca su identidad, el que reclama una presencia en medio de los fantasmas.
Esta serie de auto-mascarillas, entre amargas y dignas, desesperanzadas y afirmativas, también nos recuerdan al rostro del Bartolomé desollado en el Juicio Final de Miguel Ángel, donde muchos han reconocido el autorretrato de dicho artista. Es, como aquel, una declaración grave de la presencia de un ser contemporáneo en unas circunstancias apocalípticas. La mascarilla de Beatriz González es el rostro de una mujer que no es joven ni bella como lo exigen los cánones del arte o los medios de comunicación, que no es madre ni amante, que no posa ni ríe, que no seduce ni alecciona, que no es santa ni heroína ni salvadora. Es un cuerpo de mujer esencial que se ofrece al sacrificio pero no desde la pasividad de las mártires barrocas. Su entrega la hace desde la fuerza, el control y la conciencia. Es un ser que después de tantas imágenes parece no soportar el artificio de ninguna más. Y ante esta  total iconoclastia  que le hace cerrar los ojos, solo le queda ofrecer su cuerpo despojado, sin imágenes. Un cuerpo sin máscaras que paradójicamente solo puede mostrarse a través de una máscara, su última máscara. Un icono contemporáneo de mujer, sin palabras y total.





[1] Palabras del esposo de la artista que le inspiraron a pintar su Piedad (2005). Citado en http://www.colarte.arts.co/recuentos/G/GonzalezBeatriz/critica.asp (visitada el 6 de junio de 2009)




[1] El rostro de Galán es en sí mismo todo un ícono de la violencia, en la categoría de “mártir”.

Beatriz González (I)

Mujeres de papel



B González, Los Suicidas del Sisga, 1965
(Bucaramanga, 1938)

A Beatriz González le ha interesado mirar como Colombia se mira así misma desde los medios de comunicación. Mirar esa literatura de ficción que pretende ser documental, esa construcción cultural que se asegura natural, ese simulacro que se instala como lo real, esa anormalidad que duerme bajo la normalidad. Y, precisamente, ese imaginario colectivo allí petrificado es uno de los grandes  estructurantes de lo corporal y de la identidad de género entre nosotros.

En este proceso, ella mira las fotografías de la prensa nacional, pero también al fotógrafo, al medio donde se publica,  al que consume la fotografía y el modo y las circunstancias en que lo hace[1]. Y todo eso que hay alrededor que hace posible este intercambio simbólico: asuntos como la cultura, los códigos sociales, la idiosincrasia, el poder, la inercia mental y visual. En esa zona compleja del consumo de las imágenes fotográficas hay de todo, pero a ella no le interesa todo. Se mete allí, super selectiva,  con unas tijeras de jardinería a cortar curiosos especímenes para coleccionarlos en sus exclusivas y depuradas carteleras taxonómicas. Escoge, ante todo, lo que atrapa su mirada, lo que la atrae no tanto por su contenido como por su fuerte visualidad.  Imágenes que de golpe condensan un mundo. Y empieza a preguntarse cómo se construyó ese mundo, cuáles son los múltiples mecanismos que lo posibilitan, quién lo hizo, para quién y con qué fin. 


Beatriz González, La actualidad ilustrada, 1974



En pleno siglo XXI, la nuestra es todavía y cada vez más una sociedad guiada por un aparato de imágenes como en los tiempos del barroco. Los medios de comunicación contemporáneos son sistemas que comparten esta retórica visual. En ellos el mundo también está compartimentado en cielos y paraísos que se quieren alcanzar y en infiernos que se aspira evitar, batallas todas que se dan en el terreno de la visualidad. En el relato mediático hay unos cuerpos ejemplares deseables que se exhiben para  ser imitados y otros cuerpos anti-ejemplares que se muestran como modelos que se deben evitar. Toda esta lógica visual circula por el aparato retórico de los medios completamente normatizada. En el barroco existían unos tratados de pintura canónicos donde quedaba establecido qué se debía representar, cómo, en cuáles circunstancias  y entre quiénes. En la actualidad, los medios también tienen sus decálogos, algunos escritos, otros no. Pero ellos deciden qué se debe mirar, cómo y quiénes pueden hacerlo y en qué circunstancias y con que restricciones debe circular esta mirada.

Beatriz González, Subdesarrollo 70, 1968


Y el cuerpo es uno de sus temas privilegiados. Sobre el recaen todo tipo de restricciones, idealidades, convenciones, normatizaciones, como la del género. En otras épocas las identidades eran labradas sobre todo por las creencias religiosas, el aparato educativo y, por supuesto, por  los tratados de urbanidad. No sólo había que ser hombre o mujer sino, sobre todo, había que parecerlo en escenarios definitivos como la casa, la calle, la iglesia, la escuela. 
El género es toda una puesta en escena visual, cuyos  límites estan completamente codificados.  Hoy esta esta definición de género también la dan los medios de comunicación cuyos cuerpos ejemplares tienen muy establecido lo masculino y femenino visualmente.  Así, cuando Beatriz González  empieza a mirar esta mirada de los medios,  el tema de género no demora en salir a la palestra.

Beatriz González. Foto Estudio III, 1967

En el primer período de su trabajo (de la década del 60 al 80, aproximadamente) le interesaron sobre todo las historias nimias. Las que se escondían detrás de los grandes relatos de la política y la economía, las primeras páginas y los titulares a seis columnas de los periódicos. Por lo general, se saltaba esta primera plana y se iba directamente a la parte de atrás del diario y de la conciencia, hasta llegar a la crónica roja. También rastreaba historias de bajo perfil social y visualidad fuerte en las etiquetas de productos para el hogar, en los altares, en las desvanecidas reproducciones de la historia del arte colgadas descuidadamente en las salas, en los almanaques de fin de año, en las estampitas estridentes. Y  ese mundo insignificante –no por casualidad- estaba poblado, sobre todo, por mujeres. 

Las encontró allí de todas las pelambres: novias, esposas, niñas (johnsons, turcas, con pelota, con perro), ninfas, náyades, damas (de preferencia renacentistas y  barrocas), madres (las hay por doquier y de todas las épocas), ánimas benditas, heroínas de la patria (a decir verdad, solo una paisana de la artista), vírgenes, segadoras, paganas (europeas o chibchas), divas del jet set (de esas que  por aquí nunca aterrizarían), esposas de políticos, santas, coquetas, amantes (generalmente asesinadas), reinas,  traidoras ... Entonces la artista se dedicó a partir de este material de segunda mano -no era la realidad lo que manipulaba  sino su reproducción - a establecer quirúrgica y metódicamente una amplia iconografía de las mujeres de nuestra colombianidad más profunda. Sus obras no son pues retratos del natural sino reproducciones de los formatos que nuestra sociedad ha establecido como las posibilidades visuales y corporales de la mujer en Colombia y Latinoamérica. La artista los emula para que veamos el modelo, cómo se establece y cuál es su estructura.


Beatriz González, Antonia Santos Sesquicentenario S.A, 1969


Lo que debía hacer una mujer también está muy determinado visualmente. Realizando una serie de acciones intransitivas, que se cumplen en sí mismas, que no modifican el entorno, que no llevan a ninguna parte, estas mujeres recogidas por la artista en sus recortes de prensa yacen como náyades, posan, miran coquetas, mueren desesperanzadas, sonríen para la foto, juegan con su bebé, se bañan, acarician las flores, los perros o las pelotas, cosen, esperan, padecen en el fuego, rezan, cantan, asienten, callan.

Este relato mediático está concebido en rosa y en azul, y por eso no estaría completo sin el lado masculino. En un eco armónicamente planteado, el desfile de los hombres es también bastante nutrido. Se exhiben por allí luchadores, militares, santos,  próceres, niños (siempre al lado de sus madres), Papas, sacerdotes, cazadores, cristos, jugadores de billar, presidentes, enanos, divinos niños, políticos, militares, cardenales quienes aparecen por contraste. Ellos también enarbolan un definido arsenal de marcas externas de género como sombreros de copa o mexicanos, sacos, corbatas, charreteras, sotanas, caballos, medallas, máscaras, crucifijos, capas,  barbas, bigotes, gafas, corbatines y a veces hasta  llevan flores cuando son amantes o santos. Se trata nuevamente de aquel sobre cuerpo que se impone a hombres y mujeres en la exterioridad para plantearlos visualmente como habitantes de mundos antitéticos e irreconciliables. El hombre de la prensa acaba de demostrar su radical alteridad con las acciones que suele ejecutar. Estos hombres, sangran, luchan, montan a caballo, bendicen, salvan la patria, dan discursos, sufren, mueren, matan.


B González, Apuntes para la historia Extensa de Colombia I. 1967.

Los cuerpos femeninos y masculinos de la prensa nacional también habitan cielos o infiernos como en los tiempos barrocos. Si bien el cielo ya no ocupa la parte de arriba de los cuadros como entonces, se despliega  ahora en los paraísos perfectos la publicidad y en las páginas sociales donde a falta de ángeles sobrevuelan zarinas falsas, reinas de Inglaterra con caballos o primeras damas de Estados Unidos con camello. Cuerpos gloriosos, inaccesibles, beatíficos y sobre todo inalcanzables. El infierno, por su parte, sí tiene una cara muy colombiana. Una cara mestiza, imperfecta, inadecuada, teñida de mal gusto, del rojo de la pasión, de los tics del descontrol. Es un cuerpo que literalmente se ha salido de  casillas. Estos cuerpos  y sus imágenes son peligrosos. Podrían dejar penetrar el caos y la muerte en la perfección del relato mediático. Por eso inmediatamente son controlados por la mirada congelada de Gorgona, que los aplana, esteriliza  y normatiza permitiéndolos circular ya domesticados. Estas son las fotografías de los amantes suicidas, o la del policía  que asesina a la mujer de su amigo antes de matarse él mismo, o de los suicidas solitarios que  mueren gritando “Ay mamita”. Sobres estas anomalías, vísceras y excrecencias sociales, se construyen las imágenes anti-ejemplares de los cuerpos que se deben evitar y desechar después de su exhibición para el escarnio público, como se hacía con los cuerpos atormentados de los condenados al infierno en los relatos barrocos.
Beatriz, González, Mi lucha es por el niño, 1972

Pero entre cielos e infiernos siempre existieron limbos, esos lugares terriblemente aburridos donde no se gozaba del olor a santidad de la eternidad pero tampoco de las delicias perversas del dolor carnal eterno que nunca dejaban olvidar que se había tenido un cuerpo. El limbo desodorizado en los periódicos está habitado por la clase media con sus maternidades estandarizadas, sus niñas con vestidos de tisú que no las dejan saltar, con sus gatos jugando eternamente con lanas, con sus costureras encapsuladas en canastas de mimbre. Cuerpos más que blancos con ganas de serlo, más que bellos forcejeando con sus anomalías criollas, más que aristócratas con su incapacidad para parecerlo, completamente inadecuados para el éxito, la modernidad y el glamour.

Extracto del capítulo  "Beatriz González: de los cuerpos ejemplares a los sacrificiales", en GIRALDO, Sol Astrid, "Cuerpo de mujer: modelo para armar", Medellín, Editorial La Carreta,  2010 




[1] PEDRAZA, Op. cit, p 51


[1] JARAMILLO, Carmen María. “Las imágenes de los otros: una aproximación a la obra de Beatriz González en las décadas del 60, 70 y mitad del 80”, en: Beatriz González. Bogotá: Villegas Editores, 2005 p 15-21.

martes, 18 de diciembre de 2012


Liliana Angulo

¿De qué color es la negra?



Liliana Angulo (Bogotá, 1974)

El  recorrido visual de Liliana Angulo es un “viaje sin mapa” (como se tituló una exposición colectiva en la que participó en el 2006, sin brújula, sin muchos referentes. Un viaje por la historia, las políticas de representación, las imágenes, su construcción o negación. ¿Dónde buscar la imagen de la mujer negra? ¿En una África lejana?, ¿en el mito?, ¿en la beligerancia?, ¿en los fetiches del consumo? , ¿en los lugares comunes?, ¿en los vacíos? ¿En la historia que no se escribió? ¿Dónde está el cuerpo de la mujer negra? ¿Dónde explorarlo más allá de los souvenires con candongas para las cocinas, del pelo Bon-Bril, de los chistes de salón, de los ídolos sexuales de la publicidad, de las sirvientas de las telenovelas, de las hechiceras de la literatura, de las modelos exóticas de Colombia Moda?

El suyo es un viaje intrincado, por tierras incógnitas, por silencios, por callejones sin salida, por puertas selladas, por ojos cerrados. Un viaje por el imaginario visual, del arte a la publicidad, que ha estereotipado o simplemente ignorado su  representación. Es un viaje ciego al centro del negro, entendiendo éste no como un color o unas características antropomórficas, sino como una construcción histórica, social, corporal y visual que ha propiciado precisamente ciertas connotaciones culturales para algunos rasgos físicos naturales.  

  







 Negro Utópico” es una serie de fotografías que nos pone de nuevo ante aquella familiar iconografía  que unifica a las frutas y al cuerpo de las negras en un solo golpe visual, como si estos dos elementos estuvieran mezclados indisoluble e ineluctablemente, no tanto por la historia, como por la naturaleza. Los bodegones de frutas aparecen aquí reproducidos sobre los baldosines de un lugar claustrofóbico donde se  desarrollan labores domésticas (las cuales también parecen “por naturaleza” inseparables del cuerpo femenino negro). El motivo frutal se sale de las paredes para inundarlo todo: se riega  sobre una mesa y se reproduce obsesivamente en la ropa de la mujer negra, protagonista de la historia relatada en estas fotografías. Las frutas se han comido el espacio y casi que incluso este cuerpo mimetizado con una pared que parece tragárselo a punta de colores y motivos chillones. Es un cuerpo-cocina.

Esta negra sin embargo no está allí para ser mirada s: al contrario en todo momento nos mira. Y no sólo eso, se nos ríe en la cara con unos desconcertantes y procaces labios blancos.  Se sabe depositaria de un rol, se disfraza de negra “utópica”,  representando su  papel  hasta las últimas consecuencias. Aunque la modelo de las fotos es negra, su cara vuelve a ser pintada de negro. Aunque su pelo es rizado, usa una estrambótica peluca todavía más crespa. Su cuerpo asume  hasta la exageración el lenguaje corporal que se ha establecido para los negros.  Así, estas fotografías  afrontan la estereotipada iconografía de la mujer negra -que va de la mujer-pedazo suculento de carne  a la mujer exótica, sirviente, mulata, africana o bruja, elaborada desde los tiempos coloniales-, con una estrategia de  reiteraciones y redundancias que lleva sus presupuestos al extremo.

 Las invasivas frutas aparecen todavía una vez más, ya no como escenografía y vestuario, sino como objetos sobre una tabla que tiene la mujer en las manos. Ella, siempre sonriente, pica banano (el infaltable banano que persigue a las negras desde la memoria colonial más profunda)  y luego lo introduce en una licuadora.  Las reiteraciones siguen. La mujer posa ante los ojos del espectador, no sólo pareciendo lo que se supone debe parecer –una negra-, sino haciendo lo que se supone hacen las negras. Primero zarandea una escoba mientras se arregla su peluca. Después plancha una tela estampada también con motivos frutales sobre una mesa hecha del mismo material. Una vez más nos mira y nos sonríe. Finalmente, licúa sus frutas y se bebe, como si nada, un delicioso jugo en este lugar agobiado por la estridencia y los lugares comunes.

Sin embargo, esta negra aquí no sólo licúa unas frutas, sino también, a través de la paradoja y la ironía, siglos de estereotipos y exotizaciones. Para hacerlo, la artista Liliana Angulo ha escogido el escenario de su cuerpo,  ocupando el lugar de adelante y atrás de la cámara como modelo y fotógrafa a la vez. Lo ha hecho no para embriagarse con su reflejo particular, sino para emprender una aventura iconoclasta que  permite interrogar la historia de estas representaciones, sus fuentes visuales y los castrantes y omnipresentes códigos visuales que determinan y atrapan las identidades.
El lenguaje contemporáneo de esta artista relativiza, ironiza,  desestructura esos mismos estereotipos. Vuelve una pregunta aquella estética, aquella iconografía complaciente de la mujer negra y descubre allí la mirada ejercida desde el poder económico, racial y sexual. Angulo se compromete a fondo en esta revisión de las representaciones, realizando un rastreo histórico de  los iconos más potentes que han dominado la producción de imágenes de lo negro en nuestro medio. Y para hacerlo visita sistemáticamente aquellas imágenes emblemáticas que en las muecas  repetidas construyen a la vez que constriñen el cuerpo y la identidad de esa mujer negra triplemente excluida de las iconografías nacioanles por mujer, por negra y por pobre..



Publicado en "Cuerpo de mujer: modelo para armar", Editorial La Carreta, Medellín, 2010